lunes, 15 de septiembre de 2008

DISCURSO DE BENEDICTO XVI DE CONCLUSIÓN DE LA PROCESIÓN DEL SANTÍSIMO, AYER DOMINGO, EN LA PRADERA DEL SANTUARIO, LOURDES

Señor Jesús, estás aquí.
Y vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos.
Estáis aquí, conmigo, ante Él.
Señor, hace dos mil años, aceptaste subir a una Cruz de infamia para resucitar después y permanecer siempre con nosotros, tus hermanos, tus hermanas.
Y vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos,
habéis aceptado dejaros atraer por Él.
Lo contemplamos,
lo adoramos,
lo amamos. Buscamos amarlo todavía más.
Contemplamos a Aquel que, durante la cena pascual, ha entregado su Cuerpo y su Sangre a sus discípulos, para estar con ellos “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Adoramos a Aquel que está al inicio y al final de nuestra fe, sin el que no estaríamos aquí esta tarde, sin el que no seríamos nada, sin el que no existiría nada, nada, absolutamente nada. Aquel, por medio de quien “se hizo todo” (Jn 1,3); por quien hemos sido creados, para la eternidad; el que nos ha dado su propio Cuerpo y su propia Sangre, Él está aquí, esta tarde, ante nosotros, ofreciéndose a nuestras miradas.
Amamos, y buscamos amar todavía más, a Quien está aquí, ante nosotros, abierto a nuestras miradas, tal vez a nuestras preguntas, a nuestro amor.
Sea que caminemos, o estemos clavados en el lecho del dolor -que caminemos con gozo o estemos en el desierto del alma (cf. Num 21,5), Señor, acógenos a todos en tu Amor: en el amor infinito, que es eternamente el del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, el del Padre y del Hijo al Espíritu, y el del Espíritu al Padre y al Hijo. 
La Hostia Santa expuesta ante nuestros ojos proclama este poder infinito del Amor manifestado en la Cruz gloriosa. La Hostia Santa proclama el increíble anonadamiento de Quien se hizo pobre para darnos su riqueza, de Quien aceptó perder todo para ganarnos para su Padre. La Hostia Santa es el Sacramento vivo y eficaz de la presencia eterna del Salvador de los hombres en su Iglesia.
Hermanos, hermanas, amigos míos, 
aceptemos, aceptad, ofreceros a Quien nos lo ha dado todo, que vino no para juzgar al mundo, sino para salvarlo (cf. Jn 3,17), aceptad reconocer en vuestras vidas la presencia activa de Quien está aquí presente, ante nuestras miradas. Aceptad ofrecerle vuestras propias vidas.
María, la Virgen Santa, María, la Inmaculada Concepción, aceptó, hace dos mil años, entregarle todo, ofrecer su cuerpo para acoger el Cuerpo del Creador. Todo ha venido de Cristo, incluso María; todo ha venido por María, incluso Cristo.
María, la Santísima Virgen, está con nosotros esta tarde, ante el Cuerpo de su Hijo, ciento cincuenta años después de revelarse a la pequeña Bernadette.
Virgen Santa, ayúdanos a contemplar, ayúdanos a adorar, ayúdanos a amar, a amar más todavía a Quien nos amó tanto, para vivir eternamente con Él.
Una inmensa muchedumbre de testigos está invisiblemente presente a nuestro lado, cerca de esta bendita gruta y ante esta iglesia querida por la Virgen María;
la multitud de todos los que han contemplado, venerado, adorado, la presencia real de Quien se nos entregó hasta la última gota de su sangre;
la muchedumbre de todos los que pasaron horas adorándolo en el Santísimo Sacramento del Altar.
Esta tarde, no los vemos, pero los oímos aquí, diciéndonos a cada uno de nosotros: “Ven, déjate llamar por el Maestro. Él está aquí y te llama (cf. Jn 11,28). Él quiere tomar tu vida y unirla a la suya. Déjate atraer por Él. No mires ya tus heridas, mira las suyas. No mires lo que te separa aún de Él y de los demás; mira la distancia infinita que ha abolido tomando tu carne, subiendo a la Cruz que le prepararon los hombres y dejándose llevar a la muerte para mostrar su amor. En estas heridas, te toma; en estas heridas, te esconde. No rechaces su amor”.
La multitud inmensa de testigos que se dejó atraer por su Amor, es la muchedumbre de los santos del cielo que no cesan de interceder por nosotros. Eran pecadores y lo sabían, pero aceptaron no mirar sus heridas y mirar sólo las heridas de su Señor, para descubrir en ellas la gloria de la Cruz, para descubrir en ellas la victoria de la Vida sobre la muerte. San Pierre-Julien Eymard lo dijo todo cuando escribió: “La Santa Eucaristía, es Jesucristo pasado, presente y futuro” (Predicaciones e instrucciones parroquiales después de 1856, 4-2,1. Sobre la meditación).
Jesucristo pasado, en la verdad histórica de la tarde en el cenáculo, que se nos recuerda en toda celebración de la Santa Misa.
Jesucristo presente, porque nos dice: “Tomad y comed todos, porque esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre”. “Esto es”, en presente, aquí y ahora, como en todos los aquí y ahora de la historia de los hombres. Presencia real, presencia que sobrepasa nuestros pobres labios, nuestros pobres corazones, nuestros pobres pensamientos. Presencia ofrecida a nuestras miradas como aquí, esta tarde, cerca de la gruta donde María se reveló como Inmaculada Concepción.
La Eucaristía es también Jesucristo futuro, Jesucristo que viene. Cuando contemplamos la Hostia Santa, su cuerpo glorioso transfigurado y resucitado, contemplamos lo que contemplaremos en la eternidad, descubriendo el mundo entero llevado por su Creador cada segundo de su historia. Cada vez que lo comemos, pero también cada vez que lo contemplamos, lo anunciamos, hasta que el vuelva, “donec veniat”. Por eso lo recibimos con infinito respeto.
Algunos de nosotros no pueden o no pueden todavía recibirlo en el Sacramento, pero pueden contemplarlo con fe y amor, y manifestar el deseo de poder finalmente unirse a Él. Es un deseo que tiene gran valor ante Dios: esperan con mayor ardor su vuelta; esperan a Jesucristo, que debe venir.
Cuando una amiga de Bernadette, el día después de su Primera Comunión, le preguntó: “¿Cuándo has sido más feliz: en tu Primera Comunión o en la apariciones?”, Bernadette respondió: “Son dos cosas inseparables, pero no se pueden comparar. He sido feliz en las dos” (Manuelita Estrade, 4 junio 1958). Su párroco ofreció este testimonio al Obispo de Tarbes acerca de su Primera Comunión: “Bernadette se comportó con gran recogimiento, con una atención que no dejaba nada que desear… Aparecía profundamente consciente de la acción santa que estaba llevando a cabo. Todo sucedió en ella de manera sorprendente”.
Con Pierre-Julien Eymard y con Bernadette, invocamos el testimonio de tantos y tantos santos y santas ardientemente enamorados de la Santa Eucaristía. Nicolás Cabasilas escribió y nos dice esta tarde: “Si Cristo permanece en nosotros, ¿de qué tenemos necesidad? ¿Qué nos falta? Si permanecemos en Cristo, ¿qué más podemos desear? Es nuestro huésped y nuestra morada. ¡Dichosos nosotros que estamos en su casa! ¡Qué gozo ser nosotros mismos la morada de tal huésped!” (La vie en Jésus-Christ, IV,6).
El Beato Charles de Foucauld nació en 1858, el mismo año de las apariciones de Lourdes. No lejos de su cuerpo ajado por la muerte, se encuentra, como el grano de trigo caído en tierra, el viril con el Santísimo Sacramento que el Hermano Charles adoraba cada día durante largas horas. El Padre de Foucauld nos ofrece la oración desde el hondón de su alma, plegaria dirigida a nuestro Padre, pero que con Jesús podemos con toda verdad hacer nuestra ante la Hostia Santa:
«“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.
Es la última oración de nuestro Maestro, de nuestro Amado… Que sea también la nuestra, que no sea sólo la de nuestro último instante, sino la de todos nuestros instantes:
“Padre, me pongo en tus manos; Padre confío en ti; Padre, me entrego a ti; Padre, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy las gracias; gracias por todo; estoy dispuesto a todo, lo acepto todo; te doy las gracias, con tal de que tu voluntad se cumpla en mí, Dios mío, y en todas tus criaturas, en todos tus hijos, en todos aquellos que ama tu corazón. No deseo nada más, Dios mío. Te confío mi alma, te la doy, Dios mío, con todo el amor de que soy capaz, porque te amo, y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque Tú eres mi Padre”».
Amados hermanos y hermanas, peregrinos y habitantes de estos valles, Hermanos Obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, todos vosotros que estáis viendo el infinito anonadamiento del Hijo de Dios y la gloria infinita de la Resurrección, permaneced en silencio y adorad a vuestro Señor, nuestro Maestro y Señor Jesucristo. Permaneced en silencio, después hablad y decid al mundo: no podemos callar lo que sabemos. Id y proclamad al mundo entero las maravillas de Dios, presente en cada momento de nuestras vidas, en toda la tierra. Que Dios nos bendiga y nos guarde, que nos conduzca por el camino de la vida eterna, Él que es la Vida, por los siglos de los siglos. Amén. 
(DE LA PÁGINA OFICIAL DE LA CONMEMORACIÓN DEL 150 ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES DE LOURDES)

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