sábado, 21 de marzo de 2009

HOMILÍA DE BENEDICTO XVI EN LA MISA PRESIDIDA EN LUANDA, ESTA MAÑANA





Queridos hermanos y hermanas,
Queridos trabajadores de la viña del Señor
Como hemos escuchado, los hijos de Israel se decían unos a otros: «Esforcémonos por conocer al Señor». Con estas palabras se animaban mientras se veían llenos de tribulaciones. Según el profeta, éstas caían sobre ellos porque vivían en la ignorancia de Dios; su corazón tenía poco amor. Y el único médico capaz de curarlo era el Señor. Es más, como buen médico, él mismo había abierto la herida para que así se curase la llaga. Y el pueblo se decide: «Volvamos al Señor: él nos desgarró, él nos curará» (Os 6,1). De este modo, se han encontrado la miseria humana y la Misericordia divina, que no desea sino acoger a los desventurados.
Lo podemos ver en el pasaje del Evangelio que se ha proclamado: «Dos hombres subieron al templo a orar»; de allí, uno «bajó a su casa justificado» y el otro no (Lc 18, 10.14). Este último presentó todos sus méritos ante Dios, casi como convirtiéndolo en un deudor suyo. En el fondo, no sentía la necesidad de Dios, aunque le daba gracias por haberlo hecho tan perfecto y no «como ese publicano». Y, sin embargo, es precisamente el publicano quien bajará a su casa justificado. Consciente de sus pecados, que le hacen agachar la cabeza, aunque, en realidad, está totalmente dirigido hacia el Cielo, él espera todo del Señor: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador» (Lc 18,13). Llama a la puerta de la Misericordia, que se abre y lo justifica, «porque – concluye Jesús – todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,14).
San Pablo, patrón de la ciudad de Luanda y de esta estupenda Iglesia, construida hace casi cincuenta años, nos habla por experiencia propia de este Dios rico en Misericordia. Con el Jubileo paulino que se está celebrando, he querido resaltar el bimilenario del nacimiento de San Pablo, con el objetivo de aprender de él a conocer mejor a Jesucristo. Éste es el testimonio que nos ha dejado: «Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: Que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna» (1 Tm 1,15-16). Con el pasar de los siglos, el número de los que han recibido la gracia no ha dejado de aumentar. Tú y yo somos uno de ellos. Demos gracias a Dios porque nos ha llamado a entrar en esta muchedumbre de todos los tiempos para hacerla avanzar hacia el futuro. Imitando a los que han ido en pos de Jesús, seguimos al mismo Cristo y así entramos en la Luz.
Queridos hermanos y hermanas, siento una gran alegría de encontrarme hoy entre vosotros, mis compañeros de jornada en la viña del Señor; de ella os ocupáis cada día preparando el vino de la Misericordia divina y derramándolo sobre las heridas de vuestro pueblo tan atribulado. Mons. Gabriel Mbilingi, con las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido, se ha hecho intérprete de vuestras esperanzas y preocupaciones. Con el alma llena de gratitud y esperanza, os saludo a todos, hombres y mujeres dedicados a la causa de Jesucristo, a los que estáis aquí y a los que representáis: Obispos, presbíteros, consagrados y consagradas, seminaristas, catequistas, líderes de los diversos Movimientos y Asociaciones de esta querida Iglesia de Dios. Deseo recordar también a las religiosas contemplativas, presencia invisible pero sumamente fecunda para nuestros pasos. Permitidme por último un saludo particular a los salesianos y a los fieles de esta parroquia de San Pablo que nos acogen en su Iglesia, cediéndonos sin hesitar el puesto que habitualmente les corresponde a ellos en la asamblea litúrgica. Sé que se encuentran reunidos en el campo adyacente y espero verlos y bendecirlos al final de esta Eucaristía, pero ya desde ahora les digo: «Muchísimas gracias. Que Dios suscite entre vosotros y por medio vuestro muchos apóstoles que sigan los pasos de vuestro Patrono».
En la vida de Pablo, su encuentro con Jesús cuando iba de camino hacia Damasco ha sido fundamental: Cristo se le aparece como luz deslumbrante, le habla, lo conquista. El apóstol vio a Jesús resucitado, es decir, al hombre en su estado perfecto. Así, pues, se produce en él un cambio de perspectiva, pasando a verlo todo partiendo de este estado final del hombre en Jesús: lo que antes le parecía esencial y fundamental, ahora es para él como «basura»; ya no es «ganancia» sino pérdida, porque ahora lo único que cuenta es la vida en Cristo (cf. Flp 3,7-8). No se trata de un simple madurar del «yo» de Pablo, sino de un morir a sí mismo y de resucitar en Cristo: ha muerto en él una forma de existencia, y una forma nueva nace en él con Jesús resucitado.
Hermanos y amigos, «esforcémonos por conocer al Señor» resucitado. Como sabéis, Jesús, hombre perfecto, es también nuestro Dios verdadero. En Él Dios se hizo visible para hacernos partícipes de su vida divina. De esta manera, se inaugura con Él una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también la materia está integrada, y mediante la cual surge un nuevo mundo. Pero este salto cualitativo de la historia universal que Jesús ha realizado por nosotros y para nosotros, ¿cómo llega concretamente al ser humano, impregnando su vida y arrebatándola hacia lo alto? Llega a cada uno de nosotros a través de la fe y el bautismo. En efecto, este sacramento es muerte y resurrección, transformación en una nueva vida, de tal manera que la persona bautizada puede decir con Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Vivo, pero no soy yo. En cierta manera, se me quita mi yo, para quedar integrado en un Yo más grande; conservo todavía mi yo, pero transformado y abierto a los otros mediante mi inserción en el Otro: en Cristo alcanzo mi nuevo espacio de vida. ¿Qué es lo que ha sucedido en nosotros? Responde Pablo: que todos habéis sido hechos uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3,28). 
La gestación del Cuerpo de Cristo en la historia se va completando paulatinamente mediante este nuestro ser cristificados por obra y gracia del Espíritu de Dios. En este momento, me es grato volver con el pensamiento quinientos años atrás, o sea a los años 1506 y siguientes, cuando en estas tierras, a las que entonces venían los portugueses, se estableció el primer reino cristiano subsahariano, gracias a la fe y a la determinación del rey Dom Alfonso I Mbemba-a-Nzinga, que reinó desde el mencionado año 1506 hasta el 1543, año en que murió; el reino permaneció oficialmente católico desde el siglo XVI hasta el XVIII, con un embajador en Roma. Mirad cómo dos etnias tan diferentes – banta y lusitana – pudieron encontrar en la religión cristiana una plataforma de entendimiento, esforzándose para que ese entendimiento perdurase y las divergencias – que las hubo, y graves – no separaran los dos reinos. De hecho, el bautismo hace que todos los creyentes sean uno en Cristo.
Hoy os toca a vosotros, hermanos y hermanas, siguiendo la estela de aquellos heroicos y santos mensajeros de Dios, llevar a Cristo resucitado a vuestros compatriotas. Muchos de ellos viven temerosos de los espíritus, de los poderes nefastos de los que creen estar amenazados; desorientados, llegan a condenar a niños de la calle y también a los más ancianos, porque, según dicen, son brujos. ¿Quién puede ir a anunciarles que Cristo ha vencido a la muerte y a todos esos poderes oscuros? (cf. Ef 1,19-23; 6,10-12). Algunos objetan: «¿Porqué no los dejamos en paz? Ellos tienen su verdad; nosotros, la nuestra. Intentemos convivir pacíficamente, dejando a cada uno como es, para que realice del mejor modo su autenticidad». Pero, si nosotros estamos convencidos y tenemos la experiencia de que sin Cristo la vida es incompleta, le falta una realidad, que es la realidad fundamental, debemos también estar convencidos de que no hacemos ninguna injusticia a nadie si les mostramos a Cristo y le ofrecemos la posibilidad de encontrar también, de este modo, su verdadera autenticidad, la alegría de haber encontrado la vida. Es más, debemos hacerlo, es nuestra obligación ofrecer a todos esta posibilidad de alcanzar la vida eterna.
Muy queridos hermanos y hermanas, digámosles como el pueblo israelita: «Volvamos al Señor: él nos desgarró, él nos curará». Ayudemos a que la miseria humana se encuentre con la Misericordia divina. El Señor nos hace sus amigos, se nos entrega, nos entrega su Cuerpo en la Eucaristía, nos confía su Iglesia. Hemos de ser, pues, verdaderamente sus amigos, tener un mismo sentir con Él, querer lo que Él quiere y no querer lo que Él no quiere. Jesús mismo dijo: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Que éste sea nuestro propósito común: cumplir todos juntos su voluntad: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). Como hizo san Pablo, abracemos su voluntad: «No tengo más remedio que predicar el Evangelio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (cf. 1 Co 9, 16). 
(Fotos y texto: Radio Vaticano)

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