"CÓMO NOS VAN A ENTENDER SI HACEMOS HOMILÍAS VESTIDOS DE PAYASOS"
POR JOSÉ ALBERTO BARRERA EN WWW.RELIGIONENLIBERTAD.COM
Hoy me he propuesto hacer mío aquello del sentire cum ecclesia de San Ignacio de Loyola y empezar por citar a nuestro querido Benedicto XVI.
Allá por 1965, el entonces joven Joseph Ratzinger escribía un libro, Introducción al Cristianismo en el que cuenta que el teólogo actual es como un payaso en Dinamarca que tuvo que ir, vestido como tal, a la aldea vecina de aquella en la que realizaba su función, a pedir ayuda, pues las llamas estaban consumiendo la aldea. Por más que lloraba, suplicaba y pataleaba, los aldeanos no le creían, y se desternillaban de risa pensando que se trataba de una representación, hasta que por fin, y demasiado tarde, las llamas llegaron a la aldea vecina.
Por mucha verdad que su mensaje tuviera, lo estaba presentando con un vestido inadecuado a una audiencia predispuesta por sus prejuicios, en un lenguaje que se prestaba a la malinterpretación.
Es algo parecido a lo que ocurre hoy en día a la Iglesia. Frente al problema de la falta de comunicación del mensaje del Evangelio a la sociedad de hoy, muchos se ponen a la defensiva y se encastillan en su estereotipada fidelidad y en la verdad que predican, pensando que eso va a traer de vuelta a la gente.
¿Qué es lo que realmente está ocurriendo? Creo que vivimos una época en la que conviven dos paradigmas, la modernidad y la postmodernidad.
En el encuentro con los con los párrocos y sacerdotes de Belluno-Fieltre y Treviso en 2007, Benedicto XVI decía:
“Los tiempos de un posconcilio casi siempre son muy difíciles.[…] San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea con una batalla naval nocturna, donde nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos[…] Introducir el Concilio Vaticano II y recibirlo para que se convierta en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la Iglesia, es un sufrimiento, y el crecimiento sólo se realiza con sufrimiento. Crecer siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.
[…]debemos constatar que durante el posconcilio se produjeron dos grandes rupturas históricas. La ruptura de 1968, es decir, el inicio o -me atrevería a decir- la explosión de la gran crisis cultural de Occidente. En este grave y gran enfrentamiento entre la nueva -sana- modernidad querida por el Concilio y la crisis de la modernidad, todo resulta tan difícil como después del primer concilio de Nicea.
La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la llamada “posmodernidad”
Equivocadamente se centra el problema de la irrelevancia de la Iglesia en el mundo de hoy en la pugna de dos iglesias, la anteconciliar y la postconciliar, por aquello que dice el Papa de que, como en Nicea, “nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos”
Lo que no se percibe es que progres y carcas son hijos de la modernidad. En ella se formaron, y en ella vivieron, y al llegar a los años 90, que es cuando en realidad comienza la postmodernidad en la que vivimos, ya les pilló demasiado mayores para cambiar sus paradigmas.
Si nos fijamos, la mayoría de los movimientos, comunidades y órdenes, que han significado algo en la historia moderna de la Iglesia, son anteriores a 1989. Esto significa que en sus fundamentos, inspiración y lenguaje, si no se han actualizado, actúan y viven con un paradigma que no corresponde al del mundo de hoy.
Personalmente, tanto los sacerdotes que me formaron, como los que han continuado la obra de estos sacerdotes, viven en su mayoría de las rentas de lo aprendido por esos grandes maestros que ya por los noventa rondaban los sesenta años. Sin quererlo, todos somos hijos de nuestra formación y de nuestra cultura.
Por si esto fuera poco, seguimos manejando estadísticas y análisis de los años 90- ¡de hace 16 años!- cuando la sociedad ha cambiado más en los últimos años que en décadas.
¿Cuál es la conclusión? Una Iglesia que predica en categorías de modernidad a un mundo que es posmoderno no debería extrañarse de que los jóvenes, y no tan jóvenes, no entiendan ni jota de la predicación y que sólo vengan a misa las personas de una cierta edad. La posmodernidad no es una enfermedad de la juventud actual, sino del conjunto de la sociedad, por lo que el problema va más allá de los jóvenes.
Aunque tengamos vocaciones, estas siguen siendo preparadas para vivir y predicar en un mundo que no se corresponde a la realidad social de afuera, con modelos que no son sino pastorales de mantenimiento maquilladas de pastoral de evangelización. Por eso, para el mundo de hoy, muchas veces el sacerdote es como el pobre y patético payaso de la historia, y al final se acaban por quemar sin dar crédito a su mensaje.
Por eso pienso que el problema es de paradigma, y que estamos mucho más cerca de llegar a la gente de lo que pensamos, si somos capaces de tener cintura y cambiar ciertas maneras y formas, y, como sabe hacer muy bien nuestro Papa, aplicarnos en el estudio de la filosofía y del mundo en el que vivimos.
Aunque resulte sorprendente, para un mundo postmoderno, la verdad no tiene ningún valor. Pero en vez de desanimarnos, y decir que a la gente no le interesa la verdad, si profundizamos un poco, vemos que, en cambio, una persona postmoderna es receptiva a la experiencia de la verdad. La predicación, por tanto, sólo tiene que cambiar el paradigma.
Como dice Shane Clairborne, de quien he prometido escribir un post, en su libro La revolución irresistible:
“Este libro se trata de historias. Lo que nos transforma, especialmente a nosotros los postmodernos, son la gente y las experiencias. Las ideologías políticas y doctrinas religiosas, sean cuales sean, no nos resultan atractivas, por mucho que sean la verdad.”
En otras palabras: “Jesucristo es la verdad, acéptalo” versus “Ven y verás: experiméntalo”
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