(D. Francisco Vázquez con Benedicto XVI)
(Pío XII)
Días pasados he compartido una inolvidable velada con Rita Levi Montalcini, premio Nobel de Medicina en 1986 por sus investigaciones en el campo celular. La Montalcini, como es conocida cariñosamente por los italianos, con cien años cumplidos sigue diariamente trabajando en su laboratorio, dirige la fundación que lleva su nombre dedicada a la educación de las mujeres africanas y aún tiene tiempo para cumplir con sus obligaciones políticas como senadora vitalicia.
Pertenece a una de las grandes familias judías de Italia, los Levi, de origen sefardí, que con ocasión de su expulsión de España se instalaron en Turín. Su primo Pietro Levi, deportado por los nazis, es autor de uno de los más impresionantes testimonios de los campos de exterminio titulado Trilogía de Auschwitz .
Los judíos italianos en su gran mayoría son descendientes de la diáspora de los judíos hispanos. La actual Gran Sinagoga de Roma está construida sobre los antiguos restos de la llamada Sinagoga de Castilla y alberga un museo interesantísimo en el que se recogen testimonios estremecedores de las persecuciones que los hebreos padecieron en Italia como consecuencia de las leyes raciales aprobadas por Mussolini.
Mucho se ha especulado sobre las supuestas responsabilidades contraídas por el papa Pío XII en aquellos tiempos convulsos, acusándolo de pasividad ante el exterminio de los judíos. Frente a las imputaciones que se han vertido contra su conducta, lo cierto es que el Pontífice en todo momento prestó su auxilio y el de la Iglesia a los judíos intentando evitar su hecatombe por los nazis, tal como demuestra la realidad objetiva de los hechos.
Al inicio de la II Guerra Mundial, Pío XII ordenó que las iglesias y conventos de Roma dieran asilo a los fugitivos hebreos. El resultado de su iniciativa trajo como resultado que de los 12.000 judíos censados en Roma en 1939, al fin de la contienda sobrevivieran 10.978, una proporción que no se logró en ningún otro lugar. Los nazis tan solo consiguieron deportar a 1.022 judíos, de los cuales regresaron únicamente 16.
Pero además contamos con una prueba contundente como es la nacida del testimonio personal de las víctimas protagonistas de tan desgraciados sucesos. Sirvan algunos de ejemplo.
El gran rabino de Roma, Israel Zolli, al terminar la guerra se convirtió al catolicismo y pidió en honor del Papa ser bautizado con su mismo nombre, Eugenio. Uno de los principales dirigentes de la comunidad judía romana, el senador Isaías Levi, a su muerte, en agradecimiento por la ayuda recibida, legó su palacio al Vaticano, que es en la actualidad la sede de la Nunciatura Apostólica ante la República de Italia.
El gran rabino de Jerusalén, Isaac Herzog, envió al Papa una bendición especial agradeciéndole sus esfuerzos por salvar la vida de los judíos, y por las mismas razones el presidente de la Unión de Comunidades Judías Italianas, Giuseppe Nathan, rindió públicamente un homenaje de gratitud a Pío XII. A la muerte del Pontífice la propia Golda Meir, titular de Exteriores y luego primera ministra de Israel, dijo que «la voz del Papa siempre se elevó a favor de las víctimas del martirio que se abatió sobre nuestro pueblo».
En los archivos de guerra alemanes figura una orden del propio Hitler de fecha 8 de septiembre de 1943 dirigida al general Wolff, jefe de las SS en Italia, para que ocupara el Vaticano y llevara preso al Santo Padre como rehén a Liechtenstein, en represalia por la protección que la Iglesia prestaba a los judíos italianos. La orden afortunadamente no fue cumplida.
La postura de Pío XII venía de antiguo. No hay que olvidar que cuando era secretario de Estado en 1937 fue uno de los redactores e impulsores de la encíclica Mit Brennenden Sorge (Con viva preocupación) con la que el entonces papa Pío XI censuraba tajantemente la ideología nazi por sus políticas raciales.
El supuesto silencio del Papa ante el Holocausto fue fruto de una campaña difamatoria impulsada durante la guerra fría como consecuencia de la terminante condena que Pío XII hizo del sistema totalitario soviético, al denunciar la persecución que sufría la llamada Iglesia del Silencio en los países comunistas.
España no fue ajena a este movimiento de ayuda al pueblo hebreo. La biblioteca del palacio de esta Embajada está presidida por un busto de uno de mis antecesores, el embajador Ángel Sanz Briz, que en 1943, cuando ocupaba el cargo de cónsul general de España en Budapest, facilitó la nacionalidad española a miles de judíos húngaros de origen sefardí, que de esta manera se salvaron de ser deportados a los campos de exterminio. Su nombre figura en un lugar destacado en el Jardín de los Justos del Museo del Holocausto de Jerusalén, donde se rinde homenaje a las personas que arriesgaron su vida para evitar el aniquilamiento del pueblo judío.
Ya se decía en las controversias filosóficas de las viejas universidades medievales: «Amicus Plato sed magis amica veritas», esto es: «Soy amigo de Platón pero soy más amigo de la verdad».
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