DE LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN
Coloquio de Agustín con su madre, acerca del reino de los cielos
Acercándose ya el día en que mi madre había de salir de esta vida, el cual para Vos, Señor, era tan sabido como para nosotros ignorado, sucedió, sin duda disponiéndolo Vos por los medios ininvestigables de vuestra providencia, que mi madre y yo estuviésemos solos y asomados a una ventana, desde donde se veía un jardín que había dentro de la casa que habíamos tomado en la ciudad de Ostia, donde, apartados del bullicio de las gentes, pudiésemos descansar de las molestias de un largo viaje y disponernos para la navegación. Estando, pues, los dos solos, comenzamos a hablar, y nos era dulcísima la conversación, porque olvidados de todo lo pasado, empleábamos nuestros discursos en la consideración de lo venidero. Buscábamos en la misma verdad, que sois Vos y que estabais presente, qué tal sería aquella vida eterna que han de gozar los santos, que consiste en una felicidad que ni los ojos la vieron, ni los oídos la oyeron, ni el corazón humano es capaz de concebirla. Abríamos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos que manan de la inagotable fuente de la vida, que está en Vos, para que, rociados con sus aguas, según nuestra capacidad, pudiésemos de algún modo pensar una cosa tan sublime y elevada.
Había llegado nuestra conversación a tales términos, que el mayor deleite de los sentidos corporales que pueda imaginarse, y el mayor auge de luz y resplandor terreno que pueda concebirse, no solamente nos parecía indigno de poderse comparar, sino también de que le trajésemos a la memoria, respecto de aquella delicia de la vida eterna; cuando elevándonos con más fervoroso afecto hacia esto mismo, fuimos recorriendo sucesivamente por sus grados todas las criaturas corporales y hasta el mismo cielo, desde donde el Sol, la Luna y las estrellas envían a la Tierra su luz y resplandores. Subíamos todavía más, ya pensando interiormente en vuestras obras, ya comunicándonos uno a otro nuestros pensamientos con palabras, ya admirándonos de la excelencia de vuestras criaturas; vinimos a tratar de nuestras almas y de allí pasamos más adelante para llegar a tocar en aquella región de abundantes e indefectibles delicias, donde por toda la eternidad apacentáis a vuestros escogidos con el pábulo de la verdad infinita, donde es vida de todos los bienaventurados aquella misma Sabiduría, por la cual fueron hechas todas las cosas que al presente son, las que han sido y las que serán; sin que ella haya sido hecha, porque es y será siempre lo que ha sido.
En medio de nuestro coloquio, cuando más ansiosamente suspirábamos por ella, llegamos a tocarla con todo el ímpetu y fuerza de nuestro espíritu, aunque repentina e instantáneamente, y suspirando por aquella eternidad, dejándonos allí las primicias de nuestra alma, nos volvimos a nuestro común modo de hablar, donde la palabra suena para ser oída y se comienza y se acaba. Pero ¿qué cosa hay semejante a vuestra palabra, que es nuestro Dios y Señor, que subsiste y permanece en sí misma, y lejos de poder envejecerse, renueva todas las cosas?
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