jueves, 5 de junio de 2008

HOY CELEBRAREMOS EL SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE ENFERMOS EN LA PARROQUIA DE ARES

      Hoy jueves, dentro de la misa de la tarde, tendremos la celebración comunitaria de la Unción de Enfermos en la Parroquia de Ares. Tanto ayer en Cervás, como hoy en Ares, durante la preparación para recibir este sacramento, se comentan algunos puntos del documento "La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo", del Pontificio Consejo para los Laicos. A continuación transcribimos un fragmento, donde se enumeran diferentes campos donde las personas mayores pueden dar testimonio de su fe:

La comunidad eclesial, por su parte, está llamada a responder a las expectativas de participación de los ancianos, valorizando el « don » que ellos representan como testigos de la tradición de fe (cf. Sal 44, 2; Éx 12, 26-27), maestros de vida (cf. Eclo 6, 34; 8, 11-12) y agentes de caridad. Y debe, por tanto, sentirse interpelada a reconsiderar la pastoral de la tercera edad como espacio abierto a la acción y colaboración de los mismos ancianos.

Entre los ámbitos que más se prestan al testimonio de los ancianos en la Iglesia, no se deben olvidar:

– El amplio campo de la caridad: gran parte de los ancianos gozan de suficientes energías físicas, mentales y espirituales que les permiten comprometer generosamente su propio tiempo libre y sus capacidades en acciones y programas de voluntariado.

– El apostolado: los ancianos pueden contribuir ampliamente al anuncio del Evangelio, como catequistas y como testigos de vida cristiana.

– La liturgia: muchos ancianos contribuyen ya eficazmente a cuidar de los lugares de culto. Las personas de la tercera edad, si reciben una formación adecuada, podrían desempeñar, en mayor número, los oficios de Lector y Acólito, ejercer el ministerio extraordinario de la Eucaristía y desarrollar la actividad de animadores de la liturgia, así como la de fieles cultores de las formas de piedad eucarística y de las devociones, sobre todo de la devoción mariana y de los santos.

– La vida de las asociaciones y de los movimientos eclesiales: sobretodo después del Concilio, se ha manifestado una gran apertura, por parte de los ancianos, a la dimensión comunitaria de la vida de fe. El desarrollo de numerosas realidades eclesiales —que representan un gran enriquecimiento para la Iglesia— se debe también a una participación que integra las generaciones y manifiesta la riqueza y la fecundidad de los distintos carismas del Espíritu.

– La familia: los ancianos representan la « memoria histórica » de las generaciones más jóvenes y son portadores de valores humanos fundamentales. Dondequiera que falta la memoria faltan las raíces y, con ellas, la capacidad de proyectarse con la esperanza en un futuro que vaya más allá de los límites del tiempo presente. La familia —y, por tanto, toda la sociedad— recibirán un gran beneficio con la revaloración del papel educativo del anciano.

– La contemplación y la oración: es preciso estimular a los ancianos, a que consagren los años que están ocultos en la mente de Dios a una nueva misión iluminada por el Espíritu Santo, dando así principio a una etapa de la vida humana que, a la luz del misterio del Señor, se revela como la más rica y prometedora. A este respecto, Juan Pablo II, dirigiéndose a los participantes en el Forum internacional sobre el envejecimiento activo, decía: « Los ancianos, gracias a su sabiduría y experiencia, fruto de toda una vida, han entrado en una época de gracia extraordinaria que les abre inéditas oportunidades de oración y de unión con Dios. Les son dadas nuevas energías espirituales, que ellos están llamados a poner al servicio de los demás, haciendo de la propia vida una ferviente oferta al Señor y Dador de vida ». 

– La prueba, la enfermedad, el sufrimiento: estas experiencias representan el momento que hace « completar », en la carne y en el corazón, la pasión de Cristo por la Iglesia y por el mundo (cf. Col 1, 24). Es importante guiar a los ancianos —y no sólo a ellos— para que sepan captar, en esas circunstancias, la dimensión del testimonio del abandono en las manos de Dios, siguiendo las huellas del Señor. Pero eso será posible sólo en la medida en que la persona anciana se sienta amada y respetada. La preocupación por los más débiles, los que sufren, los no autosuficientes, es deber de la Iglesia y prueba de la autenticidad de su maternidad. Habrá, pues, que brindar a los ancianos toda una serie de cuidados y servicios, para que no se sientan inútiles, o un peso para los demás, y vivan el sufrimiento como posibilidad de encuentro con el misterio de Dios y del hombre.

– El compromiso en favor de la « cultura de la vida »: el momento de la enfermedad y del sufrimiento remite por excelencia al principio inalienable del carácter sagrado e inviolable de la vida. La misión misma de Jesús, con las numerosas curaciones que él realizó, indica cómo Dios tiene en cuenta también la vida corporal del hombre (cf. Lc 4, 18). Pero el hombre no puede elegir arbitariamente entre vivir y morir, entre dejar vivir y dejar morir: de ello dispone sólo Aquel en el cual « vivimos, nos movemos y existimos » (Hch 17, 28; cf. Dt 32, 39). Ese cerrarse a la trascendencia, típico de nuestros días, va alimentando siempre más la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que aporta bienestar y placer, y a considerar el sufrimiento como una amenaza insoportable de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte, considerada como cosa « absurda » si interrumpe una vida abierta a un futuro lleno de posibles experiencias interesantes, se transforma en « liberación reivindicada » cuando se contempla la existencia como algo que no tiene sentido, por estar sumergida en el dolor. Este es el contexto cultural del drama de la eutanasia, que la Iglesia condena por ser una « grave violación de la Ley de Dios en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana ». 

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